Cada año millones
de personas, la mayoría de ellas jóvenes, contraen enfermedades trasmitidas
sexualmente (por ejemplo, gonorrea, herpes), las cuales han sido siempre
potencialmente peligrosas, pero durante los últimos 40 años, la mayoría ha
podido ser tratada eficazmente. Sin embargo, en la década de los ochenta, la
irrupción del sida cambió completamente el panorama. El sida consiste en la
presentación de una o varias enfermedades (por ej., sarcoma de Kaposi) como
consecuencia de la infección previa producida por el virus de inmunodeficiencia
humana (VIH). Es una enfermedad contagiosa debida precisamente a este virus que
se aloja en numerosos fluidos humanos, aunque sólo en algunos (por ej., semen,
secreciones vaginales) presenta una concentración suficiente como para provocar
una infección (Weber y Weiss, 1988; Bayés, 1995).
Rápidamente se
observó que la amplia de infecciones VIH se había producido por transmisión
sexual, pues las minúsculas lesiones que se producen durante la penetración
(vaginal y anal) y otras prácticas sexuales (por ejemplo, buco-genitales)
facilitaba que el virus pasara a través del semen y de las secreciones
vaginales a la corriente sanguínea de la pareja. Además, factores tales como
mantener relaciones promiscuas, no usar preservativos, penetración anal o
contacto buco-genital, incrementan el riesgo de adquirir dicha infección
(Gerberding y Sanding, 1989).
La clara
evidencia de la transmisión sexual del VIH ha producido un vuelco en la
concepción del manejo de este tipo de enfermedades. En estos momentos, la única
vía alternativa para luchar contra este padecimiento es la prevención, por
medio de comportamientos que minimicen el riesgo (por ej., uso de
preservativos, mantener relaciones monogámicas) (Bayés, 1995; Kaplan, 1987).
Uno de los
problemas más preocupantes a los que se debe hacer frente nuestra sociedad, es
de los embarazos no deseados, en concreto, en el colectivo de los adolescentes.
Un embarazo no deseado en una adolescente supone un serio problema para ellas,
su futuro hijo, sus padres, amigos y los servicios sanitarios y educativos. Aunque
en las dos últimas décadas se ha reducido de modo acusado el número total de
alumbramientos por parte de jóvenes de 20 años, todavía el porcentaje es
especialmente alto, pues llegó a 4.8% de total de nacimientos en 1990 (Cáceres
y Escudero, 1994).
Si bien es cierto
que muchos padres adolescentes adoptan decisiones responsables en caso de
embarazo y proporcionan a sus hijos un buen cuidado prenatal y obstétrico, un
elevado número no lo hace. Esto es, un gran porcentaje de embarazos no deseados
guarda relación con una incidencia desproporcionada de mortalidad infantil, así
como de descuido y maltrato a los niños. Por ello, aproximadamente cuatro de
diez embarazos de este grupo terminan en abortos o malogros. Las madres
adolescentes tienen un riesgo dos veces mayor de padece r anemia, preclampsia y
complicaciones durante el parto, además de un mayor riesgo de muerte durante éste
(OMS, 1976).
Por otra parte,
los hijos de madres adolescentes presentan una tasa de morbilidad y mortalidad
dos veces mayor que los bebés de madres adultas, y corren el riesgo de experimentar
más malformaciones congénitas, problemas de desarrollo, retraso mental,
ceguera, epilepsia y parálisis cerebral (Hunt, 1976). Por si fuera poco, tanto
los padres como sus hijos tienen que afrontar a corto, mediano y largo plazo
toda una serie de adversidades sociales, legales, psicológicas, educativas y
económicas. (Oblitas, 2010).
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