No cabe duda que
el factor decisivo de este nuevo enfoque en el campo de la salud ha sido que
las principales causas de muerte ya no son las enfermedades infecciosas, sino
las que provienen de estilos de vida y conductas poco saludables. En la
actualidad, casi ningún profesional duda del efecto que nuestra conducta diaria
ejerce en la salud y en la enfermedad. Existe una considerable evidencia de que
las causas de la enfermedad radican en esos factores (véase Matarazzo, Wiess,
Herd y Weiss, 1984). La salud de la población en los países desarrollados ha
alcanzado un novel impensable a principios del presente siglo. Las expectativas
de vida se han incrementado notablemente, como consecuencia de las mejoras en
la salud pública y en el cuidado médico. Sirve de ejemplo que, en Estados
Unidos, a esperanza de vida de los hombres a principios del siglo xx era de 46
años y de las mujeres, de 48, mientras que hoy en día es de 71 y 78 años,
respectivamente (National Center for Health Statistics, 1989). Este incremento
de la longevidad se explica por la reducción de la mortalidad infantil y las
enfermedades infecciosas, a lo que han contribuido de manera especial los
programas de inmunización (Lancaster, 1990; Matarazzo, 1984b). El ejemplo
paradigmático por excelencia son las enfermedades infecciosas, como la gripe,
rubéola, tos ferina, etc., que eran causadas por microorganismos específicos y
que fueron erradicadas por medio de las vacunas y cuidados médicos adecuados.
Sin embargo, los
patrones de morbilidad y mortalidad actuales difieren considerablemente de los
comienzos del siglo xx. En 1900, la neumonía, la gripe y la tuberculosis eran
tres de las cuatro causas principales de muerte. Sin embargo, en 1988, fueron
remplazadas por la enfermedad coronaria, los ataques fulminantes y el cáncer
(Matarazzo, 1995), dolencias que se deben en parte, a la conducta y estilo de
vida del sujeto. Por ejemplo, en Estados Unidos, a principios de 1990,
aproximadamente 38% de las muertes eran debidas a enfermedades coronarias y el
7% de los ataques, esto es, 45% de ellas se relacionaban con dolencias
cardiovasculares. El cáncer daba cuenta de 22.5% de las defunciones, y los
accidentes de 4.5% (USBC, 1990). En resumen, más de 70% de las muertes son
consecuencia de enfermedades cardiovasculares, el cáncer, los accidentes y el
sida, padecimientos estrechamente vinculados con las conductas y estilos de
vida de los individuos.
Aunque las tasas
de mortalidad de algunas enfermedades crónicas han disminuido en las últimas
décadas (por ejemplo, enfermedades cardiovasculares), no ocurre lo mismo con
otras tales como el cáncer de pulmón, los suicidios y el sida. Entre los hombres,
en 1986, la tasa de mortalidad por cáncer de pulmón era 2.6 veces mayor que en
1950. Además, los índices de suicidio se incrementaron, en promedio, 30-40% con
respecto a este último año. (López, 1990). El problema del sida, es, si cabe,
más preocupante. A raíz de la aparición de los primeros casos en 1981, no ha
dejado de incrementarse de modo alarmante el número de nuevos infectados.
A mediados de
1992 se estimaba que unos 2 millones de personas padecían este problema, de los
cuales más de 230,000 radicaban en los Estados Unidos (Centers for Disease
Control, 1992).
Hasta ahora hemos
estado defendiendo, de modo subrepticio, que el aspecto cualitativo “crónico”
de una dolencia necesita un enfoque nuevo, pero, ¿realmente existen diferencias
tan notorias entre una dolencia crónica y una infecciosa? Pues bien, las
dolencias crónicas difieren de las dolencias infecciosas en al menos tres
aspectos (Brannon y Feist, 1992). En primer lugar, es probable que aquéllas
perduren mucho tiempo, mientras que éstas, las infecciosas, se pueden curar con
relativa rapidez y de manera total. En segundo lugar, las enfermedades crónicas
obedecen en la mayoría de los casos a conductas y estilos de vida inadecuados,
mientras que las infecciosas son causadas por bacterias y virus. Por eso, las
vacunaciones, las mejoras sanitarias y otras medidas públicas fueron eficaces
para combatir las principales causas de mortalidad de comienzos del siglo, pero
esas acciones son de escaso valor para afrontar los patrones de enfermedad y
mortalidad actuales. En tercer lugar, las enfermedades crónicas atacan con
mayor frecuencia a los adultos mayores y de mediana edad; al contrario, los
niños y jóvenes suelen se pasto de las enfermedades infecciosas.
Parece obvio, por
tanto, que la problemática a la que se enfrentan nuestros profesionales de la
salud es cuantitativa y cualitativamente distinta de la que encontraron hasta
la década de los cincuenta. (Oblitas, 2010).
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