lunes, 13 de julio de 2015

¿Qué relación hay entre la conducta del hombre y su salud?

            No cabe duda que el factor decisivo de este nuevo enfoque en el campo de la salud ha sido que las principales causas de muerte ya no son las enfermedades infecciosas, sino las que provienen de estilos de vida y conductas poco saludables. En la actualidad, casi ningún profesional duda del efecto que nuestra conducta diaria ejerce en la salud y en la enfermedad. Existe una considerable evidencia de que las causas de la enfermedad radican en esos factores (véase Matarazzo, Wiess, Herd y Weiss, 1984). La salud de la población en los países desarrollados ha alcanzado un novel impensable a principios del presente siglo. Las expectativas de vida se han incrementado notablemente, como consecuencia de las mejoras en la salud pública y en el cuidado médico. Sirve de ejemplo que, en Estados Unidos, a esperanza de vida de los hombres a principios del siglo xx era de 46 años y de las mujeres, de 48, mientras que hoy en día es de 71 y 78 años, respectivamente (National Center for Health Statistics, 1989). Este incremento de la longevidad se explica por la reducción de la mortalidad infantil y las enfermedades infecciosas, a lo que han contribuido de manera especial los programas de inmunización (Lancaster, 1990; Matarazzo, 1984b). El ejemplo paradigmático por excelencia son las enfermedades infecciosas, como la gripe, rubéola, tos ferina, etc., que eran causadas por microorganismos específicos y que fueron erradicadas por medio de las vacunas y cuidados médicos adecuados.

            Sin embargo, los patrones de morbilidad y mortalidad actuales difieren considerablemente de los comienzos del siglo xx. En 1900, la neumonía, la gripe y la tuberculosis eran tres de las cuatro causas principales de muerte. Sin embargo, en 1988, fueron remplazadas por la enfermedad coronaria, los ataques fulminantes y el cáncer (Matarazzo, 1995), dolencias que se deben en parte, a la conducta y estilo de vida del sujeto. Por ejemplo, en Estados Unidos, a principios de 1990, aproximadamente 38% de las muertes eran debidas a enfermedades coronarias y el 7% de los ataques, esto es, 45% de ellas se relacionaban con dolencias cardiovasculares. El cáncer daba cuenta de 22.5% de las defunciones, y los accidentes de 4.5% (USBC, 1990). En resumen, más de 70% de las muertes son consecuencia de enfermedades cardiovasculares, el cáncer, los accidentes y el sida, padecimientos estrechamente vinculados con las conductas y estilos de vida de los individuos.

            Aunque las tasas de mortalidad de algunas enfermedades crónicas han disminuido en las últimas décadas (por ejemplo, enfermedades cardiovasculares), no ocurre lo mismo con otras tales como el cáncer de pulmón, los suicidios y el sida. Entre los hombres, en 1986, la tasa de mortalidad por cáncer de pulmón era 2.6 veces mayor que en 1950. Además, los índices de suicidio se incrementaron, en promedio, 30-40% con respecto a este último año. (López, 1990). El problema del sida, es, si cabe, más preocupante. A raíz de la aparición de los primeros casos en 1981, no ha dejado de incrementarse de modo alarmante el número de nuevos infectados.

            A mediados de 1992 se estimaba que unos 2 millones de personas padecían este problema, de los cuales más de 230,000 radicaban en los Estados Unidos (Centers for Disease Control, 1992).

            Hasta ahora hemos estado defendiendo, de modo subrepticio, que el aspecto cualitativo “crónico” de una dolencia necesita un enfoque nuevo, pero, ¿realmente existen diferencias tan notorias entre una dolencia crónica y una infecciosa? Pues bien, las dolencias crónicas difieren de las dolencias infecciosas en al menos tres aspectos (Brannon y Feist, 1992). En primer lugar, es probable que aquéllas perduren mucho tiempo, mientras que éstas, las infecciosas, se pueden curar con relativa rapidez y de manera total. En segundo lugar, las enfermedades crónicas obedecen en la mayoría de los casos a conductas y estilos de vida inadecuados, mientras que las infecciosas son causadas por bacterias y virus. Por eso, las vacunaciones, las mejoras sanitarias y otras medidas públicas fueron eficaces para combatir las principales causas de mortalidad de comienzos del siglo, pero esas acciones son de escaso valor para afrontar los patrones de enfermedad y mortalidad actuales. En tercer lugar, las enfermedades crónicas atacan con mayor frecuencia a los adultos mayores y de mediana edad; al contrario, los niños y jóvenes suelen se pasto de las enfermedades infecciosas.


            Parece obvio, por tanto, que la problemática a la que se enfrentan nuestros profesionales de la salud es cuantitativa y cualitativamente distinta de la que encontraron hasta la década de los cincuenta. (Oblitas, 2010).


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1 comentario:

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