La agresividad es un recurso natural
de adaptación a un ambiente hostil que se desarrolló desde los más primitivos
tiempos y que constituye uno de los trasfondos emocionales de los mecanismos de
defensa. Por lo mismo, las manifestaciones de enojo y rechazo son reacciones
perfectamente normales ante circunstancias dañinas. Al principio de la vida del
ser humano, la agresividad y el rechazo son casi completamente automáticas, y
están regidas por el área límbica; pero poco a poco, según el ritmo del
desarrollo personal, van siendo controladas progresivamente por la corteza
cerebral, hasta convertirse en el hombre maduro, en emociones conscientemente
controladas.
Todo adolescente vive una etapa de
transición en lo que se refiere a la agresividad. La manera como ésta se
desenvuelva dependerá de la estructura física, de la historia vivida en la
infancia y en la niñez, y de las circunstancias de la adolescencia. La
combinación de estos factores producirá distintos estilos de desarrollo y
diferentes modos de comportamiento terminal. Las posibilidades de
comportamiento adolescente presentan múltiples gradientes, que pueden
transcurrir desde la agresividad moderada por la prudencia y la empatía, hasta
las manifestación de agresiones psicopáticas. (Robles, 2012).
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