El bullying en
las escuelas no tiene nada de nuevo. En su novela Tom Brown´s Schooldays (Tomás Brown en la escuela), publicada en los años cincuenta del siglo XIX.
Thomas Hughes describía con todo lujo de detalles cómo un alumno más pequeño de
un internado inglés era dolorosa y sádicamente “asado” por un grupo de bullies mayores que él en un hogar de
leña encendido (Greenbaum, Turner y Stephens, 1989).
Por desgracia,
las personas adultas se han mostrado relativamente lentas a la hora de proteger
los derechos de los niños. El papel de meros siervos obedientes y carentes de
derechos que se les asignaba a los más pequeños no fue cuestionado hasta que
salió a la luz el caso de Mary Ellen McCormik en 1874. Aquella niña de diez
años, que recibía palizas casi a diario, fue hallada envuelta en harapos en un
piso en el que vivía prisionera y del que solo se le permitía salir por la
noche. Incapaz de salvar por sí sola a Mary Ellen, la mujer que la encontró
recurrió a la Sociedad Estadounidense para la Prevención de la Crueldad contra
los Animales (ASPCA), que se había fundado en 1868 para proteger animales que
habían sufrido abusos de sus crueles dueños. Dado que, en aquel entonces, no existían
leyes que protegieran a los niños, Mary Ellen fue procesada como un miembro más
del reino animal y con acuerdo a la legislación de la ASPCA. La niña pudo ser
sacada de su hogar e ingresada en un orfanato en menos de veinticuatro horas
(Fried, ADTR y Fried, 1994).
Tras aquel caso,
el interés por los derechos de los menores tuvo sus altibajos. Una medida ya
más contemporánea que ha tenido una gran importancia en la protección de la
infancia fue la Ley de Prevención y Tratamiento de los Abusos Infantiles,
aprobada por el Congreso de los Estados Unidos en 1973.
Puede que haya
quien afirme que, con toda la violencia existente en nuestra cultura actual, “el
abuso entre iguales” sea la menor de las preocupaciones de un niño o de una
niña. No obstante, el único modo de enterrar el bullying es reconocerlo y emprender medidas para impedirlo.
Ignorando el problema, éste no desaparecerá (Beane, 2006).
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