Se puede decir que el inconsciente
es la metáfora de un territorio mental con el que mantenemos una comunicación sin
palabras –diálogo siempre tenso y conflictivo, más lleno de silencios que de
sonidos--. Es un mundo de impresiones sensoriales originadas en un adentro
corporal no simbolizable y en un afuera que mantiene celosamente su impenetrabilidad
a nuestro conocimiento, impresiones que, sin embargo, se ligan y desligan
obedeciendo los vaivenes de una energía libidinal que se nos aparece como deseo
o como imperativo. Almacén de representaciones, amasijo de pulsiones y fuerzas
en libertad, sitio de una historia sin tiempo siempre en proceso de
estructuración, a la vez morada a la eternidad y de la omnipotencia más radical
jamás soñada por mortal alguno. El inconsciente sigue resistiéndose a su
aprehensión: sólo nos permite algún atisbo en los lapsus linguae y en los sueños; y muy disfrazado en las grandes
creaciones artísticas de todos los tiempos. Sin embargo, nos es tan familiar y
conocido que lo percibimos como la materia prima de nuestras ensoñaciones
diurnas cotidianas.
El término inconsciente y su
conocimiento no son un descubrimiento de Freud ni de los hipnotistas de su
tiempo, como Charcot y Bernheim; si acaso, puede atribuírsele a Antón Mesmer,
su antecesor más notable, quien postuló la existencia de un “magnetismo animal”
capaz de influir y modificar el curso de ciertas “enfermedades nerviosas”. (Vives
2004).
Hospital Médica Sur:
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