martes, 21 de octubre de 2014

El “desamparo aprendido” (learned helplessness): Ajuste al estrés

            En cierta ocasión, un joven graduado de la Universidad de Pennsylvania, Martín Seligman, observó el fracaso de un grupo de perros en un estudio de aprendizaje experimental de laboratorio. Normalmente, cuando un animal recibe una descarga eléctrica corre de manera frenética de un lado a otro hasta que, en forma accidental, salta la barrera y escapa de la zona electrificada. En las pruebas siguientes, el perro escapa más rápidamente, hasta que por último, aprende a evitar las descargas, saltando casi en el momento en que aparece la primera señalo o el aviso de que se van a producir los choques. Sin embargo, en el grupo de animales estudiados por Seligman se encontró que éstos exhibían una conducta diferente: no hacían nada para intentar escapar a las descargas. Cuando éstas comenzaron, pronto dejaron de correr y de aullar, y se quedaron sentados o tendidos hasta que cesó la prueba; no cruzaron la barrera para escapar y parecía que aceptaban pasivamente el padecimiento. Seligman descubrió que esos perros habían sido expuestos en experimentos anteriores a golpes eléctricos de los cuales no pudieron escapar. De hecho sacó la conclusión que tales canes habían aprendido que el cese de descargas no dependía de su conducta y que, por lo tanto, nada podían hacer para cambiar la situación. Habían aprendido a ser desvalidos. El hecho remarcable era que esa expectativa negativa de incontrolabilidad seguía actuando aun en aquellas circunstancias en que podrían haberse puesto a salvo huyendo o evitando el campo electrificado.

            De allí surgió la teoría del desamparo aprendido (learned helplessness). Al sistematizarse las observaciones se concluyó que los animales que habían sido colocados en una situación incontrolable, comparado con otros que no habían pasado esa experiencia, “raramente repetían la reacción de escape accidental”, es decir, mostraban un déficit para el aprendizaje de nuevas situaciones (Försterling, 1988) y, además, exhibían un déficit motivacional y emocional, ya que permanecían pasivos, en actitud quejumbrosa, sin hacer esfuerzo para evitar el estímulo aversivo y conservaban una conducta apática, resignada y sumisa. “Cuando yo vi por primera vez la indefensión animal –explicaba Seligman (Trotter, 1987)--, pensé que podría ser un modelo del desamparo humano y que podría ayudarnos a entender el tipo de desamparo que padecen los depresivos”.

            Esta primera formulación de la teoría de la indefensión seduce por su originalidad y por la prolijidad de su explicación, pero es demasiado simple y esquemática para aplicarla al ser humano. “Lo que no se tuvo en cuenta –argumentan Lazarus y Folkman (1986)—es que muchas personas con una historia de experiencias o condicionamientos negativos mantienen su optimismo y confianza mientras que otras, con una historia positiva, se deprimen”. Tampoco aclaraba cuando se produce una depresión crónica o aguda, porque hay una pérdida de autoestima en los depresivos o porque ellos se sienten culpables, aun de cosas que escapan de su control. Estas objeciones llevaron a una revisión profunda de la teoría.

            Después de varios años de investigaciones apareció una reformulación (Abramson, Seligman y Teasdale, 1978), basada en la teoría cognitiva de la atribución y en el llamado “estilo explicativo” (explanatory style). Podría entendérsela diciendo que hay acontecimientos negativos que son realmente incontrolables (por ejemplo, mi casa se destruyó en un incendio producido por un cortocircuito) y las personas lo explican con base en los hechos. Pero hay muchas otras instancias, cuando la realidad es ambigua o susceptible de varias explicaciones. Así, por ejemplo, si fui reprobado en un examen, ¿fue porque el profesor se ensañó conmigo o la responsabilidad es totalmente mía? (Oblitas, L. et al., 2010).



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