En cierta
ocasión, un joven graduado de la Universidad de Pennsylvania, Martín Seligman,
observó el fracaso de un grupo de perros en un estudio de aprendizaje
experimental de laboratorio. Normalmente, cuando un animal recibe una descarga
eléctrica corre de manera frenética de un lado a otro hasta que, en forma
accidental, salta la barrera y escapa de la zona electrificada. En las pruebas
siguientes, el perro escapa más rápidamente, hasta que por último, aprende a
evitar las descargas, saltando casi en el momento en que aparece la primera
señalo o el aviso de que se van a producir los choques. Sin embargo, en el
grupo de animales estudiados por Seligman se encontró que éstos exhibían una conducta
diferente: no hacían nada para intentar escapar a las descargas. Cuando éstas
comenzaron, pronto dejaron de correr y de aullar, y se quedaron sentados o
tendidos hasta que cesó la prueba; no cruzaron la barrera para escapar y
parecía que aceptaban pasivamente el padecimiento. Seligman descubrió que esos
perros habían sido expuestos en experimentos anteriores a golpes eléctricos de
los cuales no pudieron escapar. De hecho sacó la conclusión que tales canes
habían aprendido que el cese de descargas no dependía de su conducta y que, por
lo tanto, nada podían hacer para cambiar la situación. Habían aprendido a ser
desvalidos. El hecho remarcable era que esa expectativa negativa de
incontrolabilidad seguía actuando aun en aquellas circunstancias en que podrían
haberse puesto a salvo huyendo o evitando el campo electrificado.
De allí surgió la
teoría del desamparo aprendido (learned
helplessness). Al sistematizarse las observaciones se concluyó que los
animales que habían sido colocados en una situación incontrolable, comparado
con otros que no habían pasado esa experiencia, “raramente repetían la reacción
de escape accidental”, es decir, mostraban un déficit para el aprendizaje de
nuevas situaciones (Försterling, 1988) y, además, exhibían un déficit motivacional
y emocional, ya que permanecían pasivos, en actitud quejumbrosa, sin hacer
esfuerzo para evitar el estímulo aversivo y conservaban una conducta apática,
resignada y sumisa. “Cuando yo vi por primera vez la indefensión animal
–explicaba Seligman (Trotter, 1987)--, pensé que podría ser un modelo del
desamparo humano y que podría ayudarnos a entender el tipo de desamparo que
padecen los depresivos”.
Esta primera
formulación de la teoría de la indefensión seduce por su originalidad y por la
prolijidad de su explicación, pero es demasiado simple y esquemática para
aplicarla al ser humano. “Lo que no se tuvo en cuenta –argumentan Lazarus y
Folkman (1986)—es que muchas personas con una historia de experiencias o
condicionamientos negativos mantienen su optimismo y confianza mientras que
otras, con una historia positiva, se deprimen”. Tampoco aclaraba cuando se
produce una depresión crónica o aguda, porque hay una pérdida de autoestima en
los depresivos o porque ellos se sienten culpables, aun de cosas que escapan de
su control. Estas objeciones llevaron a una revisión profunda de la teoría.
Después de varios
años de investigaciones apareció una reformulación (Abramson, Seligman y Teasdale,
1978), basada en la teoría cognitiva de la atribución y en el llamado “estilo
explicativo” (explanatory style).
Podría entendérsela diciendo que hay acontecimientos negativos que son
realmente incontrolables (por ejemplo, mi casa se destruyó en un incendio
producido por un cortocircuito) y las personas lo explican con base en los
hechos. Pero hay muchas otras instancias, cuando la realidad es ambigua o susceptible
de varias explicaciones. Así, por ejemplo, si fui reprobado en un examen, ¿fue
porque el profesor se ensañó conmigo o la responsabilidad es totalmente mía? (Oblitas,
L. et al., 2010).
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