La adolescencia es el tiempo de la
afirmación, antes que el de la oposición. Para afirmarse, es decir, para
revelar al otro su nueva identidad, el adolescente necesita diferenciarse,
distinguirse (tanto en el sentido propio como en el figurado), principalmente
de los adultos. Lo que necesita no es tanto “singularizarse”, sino expresar su
singularidad –aquí las palabras no son intercambiables: la primera evoca el
sabor (amargo) del reproche a la diferencia; la segunda, por el contrario, la
sume como un hecho positivo--. (Fize, 2007).
La adolescencia es antes que nada
una puesta en escena (social) de sí mismo, para sí mismo y también para estar
convenientemente con los demás. Es una manera de presentarse ante el mundo.
Implica tener marcas de identidad, como otros tantos signos de reconocimiento y
de pertenencia. El atuendo es una de esas marcas, probablemente la más
importante. La manera de vestir que es su primera función, informa sobre uno
mismo, sobre la idea que uno se forma de sí mismo, y también de los demás. Es
en cierto modo comunicación “no verbal”. Lo importante es lograr que con una
simple mirada, el otro sepa dónde se ubica uno, a que “tribu” pertenece. Por lo
tanto, hay que “estar a la moda”. Preocupación que, en realidad, siempre ha
existido.
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