No hay que confundir los factores de riesgo, que aluden a una
mayor atracción del agresor para elegir una víctima (pertenecer al sexo
femenino, ser joven, vivir sola, haber consumido alcohol o drogas en exceso,
padecer una deficiencia mental, etc.) con la vulnerabilidad psicológica, que se refiere a la precariedad del
equilibrio emocional, ni con la vulnerabilidad
biológica, que se refiere a un menor umbral de activación psicofisiológica.
Ambos tipos de vulnerabilidades pueden amplificar el daño psicológico del
delito en la víctima. En suma, las víctimas
de riesgo tienen una cierta predisposición a convertirse en víctimas de un
delito porque constituyen una presa fácil para el agresor; las víctimas vulnerables, a su vez, tienen
una mayor probabilidad de sufrir un intenso impacto emocional tras haber
sufrido un delito violento (sean o no víctimas de riesgo).
En algunas víctimas el desequilibrio
emocional preexistente agrava el impacto psicológico del delito y actúa como
modulador entre el hecho criminal y el daño psíquico (Avia y Vázquez, 1988). De
hecho, ante acontecimientos traumáticos similares unas personas presentan un
afrontamiento adaptativo y otras quedan profundamente traumatizadas.
El grado de daño psicológico
(lesiones y secuelas) está mediado por la intensidad y la percepción del suceso
sufrido (significación del hecho y atribución de intencionalidad), el carácter
inesperado del acontecimiento y el grado real de riesgo sufrido, la mayor o
menor vulnerabilidad de la víctima, la posible concurrencia de otros problemas
actuales (a nivel familiar y laboral, por ejemplo) y pasados (historia de
victimización), el apoyo social existente y los recursos psicológicos de
afrontamiento disponibles. Todo ello configura la mayor o menor resistencia al
estrés de la víctima (Echeburúa et. al. 2000).
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