De alguna forma los jóvenes ya no
quieren ser tratados “como niños”, es decir, “gobernados”. En realidad esto es
normal para los jóvenes, pero no para los padres ya que éstos el hecho de
aceptar que su hijo ya no es un niño resulta a menudo desgarrador. Por más que
sepan que la adolescencia (la cual, para ellos, sigue siendo la pubertad) está
por llegar, generalmente es difícil soportar esta idea –y por ende al sujeto
que viene con ella--.
Desde el punto de vista de los
adolescentes, la proximidad de los padres, a los que buscaba cuando niño, se
convierte de pronto en una promiscuidad insoportable, que viene a frenar su
emancipación. Desde ese momento, el adolescente quiere distanciarse, lo que le
es necesario para ampliar sus criterios y tener sus propios puntos de vista.
Pero no se trata de una petición de separación de su cuerpo, sino más bien de
un deseo de separación de ideas (de las de los padres).
El “nacimiento” del adolescente no
deja de ser una prueba traumática para los padres. Todo se transforma
súbitamente: el niño era maleable, el joven púber es indisciplinado,
desagradable. ¡Qué difícil es para los padres renunciar a una educación que
hasta entonces se inculcaba a una persona cuyas capacidades críticas aún no
estaban completamente formadas, y que por consiguiente no podía ofrecer una
verdadera resistencia a las reglas prescritas!
Aun en el marco supuestamente
estable de una familia de dos padres que viven juntos, y aun cuando esta
familia esté abierta al diálogo, a los padres les cuesta trabajo, a todas
luces, ubicarse en relación con “sus” adolescentes, quienes ya no quieren
obedecer “sus” reglas por simple costumbre. La adolescencia es menos una
cuestión de educación que de relación –de “buena” relación naturalmente--. Esta
relación hay que crearla, dejarla nacer, inventarla íntegramente. (Fize, 2007).
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