Por supuesto que sí. Es necesario
crear una nueva relación con los jóvenes adolescentes, hay que dejarla nacer,
inventarla íntegramente. Esta nueva relación familiar, que Fize (2007) llama
“padresía” para distinguirla de la educación propiamente dicha (infantil),
designa el proceso mediante el cual unas personas, llamadas “padres”, realizan
una serie de actos de relación y de comunicación con otras personas, llamadas
aquí “adolescentes”. Este proceso va más allá de la educación. En efecto,
presupone que se haya establecido la base educativa. Si bien no todo quedó
definido a los seis años, según la fórmula consagrada, el marco y el contenido
educativos ya están establecidos (o al menos deberían estarlo). De modo que la
adolescencia implica antes que nada un juego de relaciones. Un juego complicado
con unos compañeros-adversarios que tienen miras antagónicas: autoridad por un
lado (padres), autonomía por el otro (adolescentes).
El establecimiento de una nueva
relación entre unos y otros supone haber dejado atrás la infancia: tanto de
parte del adolescente, desde luego (indeciso al principio), como por parte de
los padres (que se resisten, por costumbre). Es muy importante que los padres tengan
claro que el educar a los hijos no se trata simplemente de que vivan bajo el
mismo techo sino que se trata de que poco a poco los vayan preparando para su
salida al mundo, así como aceptar el hecho de que ya no son niños y es muy importante
que vayan experimentando su autonomía.
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