Los adolescentes quieren tener
dinero como todo el mundo. Por consiguiente, lo tienen (más o menos según el
medio social –los grupos acomodados no siempre son los más generosos en este
aspecto--). Fize (2007) refiere que la paradoja es la siguiente: si bien no
disponen de ingresos (porque no trabajan), los adolescentes no carecen de
recursos económicos.
Los adolescentes reciben dinero de
sus padres (para éstos a veces es una manera de mantener la paz familiar o de
compensar una falta de disponibilidad), de sus abuelos, en los cumpleaños, en
Navidad, durante las vacaciones de verano, etc. Al dinero de bolsillo que dan
cada semana o cada mes, según las costumbres familiares, los padres añaden
dinero para recompensar una buena boleta de calificaciones, el paso a un grado
superior, una ayuda al quehacer de la casa, de tal suerte que el dinero
disponible es a menudo cuatro a cinco veces superior al dinero de bolsillo propiamente
dicho. Desde luego algunos adolescentes no cuentan con dinero. Entonces tienen
que arreglárselas para conseguirlo. Algunos hacen pequeños trabajos.
Nuestra sociedad rinde un verdadero
culto al dinero. Enseña muy pronto a los niños que, sin él, el “ciudadano” no
tiene ningún valor social. Así es como el mundo adolescente es objeto de todas
las apetencias comerciales (y más aún el de los niños, que se ha vuelto el
mercado privilegiado).
Actualmente todo incita a un
consumismo precoz; los comerciantes se dieron cuenta de que la niñez
representaba un formidable mercado por conquistar. En un mundo dominado por el
dinero, se es antes que nada lo que
se tiene. Es el dinero lo que permite ser alguien, el que proporciona una
identidad. De modo que los bienes materiales resultan imprescindibles; los que
no tienen nada no son nada, no tienen identidad. Es absolutamente indispensable
poseer, si es necesario tomándolo por la fuerza o la astucia. Tomar lo que uno
quiere cuando quiere significa de pronto volverse alguien (Fize, 2002).
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